viernes, 29 de abril de 2011

Alada


Alada era una pequeña  flor de maquilishuat que movía con gracia sus pétalos cada vez que pasaba el aire, por eso creía que tarde o temprano podría volar. 
Era de esas flores raras, incómodas con aquello a lo que se le llama destino. Era amante del sol y de la música producida por las hojas de los árboles en su vaivén. Era intensa y temerosa como cualquier flor, pero soñadora con alcanzar la luna, quería cosas nuevas, mundos posibles para ser conquistados. Se sentía atrapada en su jardín. Aún cuando sabía  lo que quería, no sabía cómo encontrarlo en  ese pequeño espacio al que a pesar de todo ella tanto amaba.  Así, un buen día de abril,  se sintió tentada por las noticias que traía el viento y se dijo “me iré de aquí” y sin pensarlo más, comenzó a despedirse.
Primero fue  con sus amigas las demás flores, sorpresivamente a como ella lo esperaba,  ninguna le dijo “quédate”, solo decían “que seas feliz” y disfrutaron y rieron juntas mientras pudieron. Luego le dijo adiós a los pájaros y todos bailaron con ella al ritmo que les marcaba el viento y disfrutaron de colores y mieles antes de verla partir. Al final los pájaros le dijeron: “ojalá logres todos tus sueños”. Ellos también volaron lejos, como lo hacen siempre todos los pájaros. Llegó el momento de despedirse de la tierra quien estaba triste porque no sabía con qué nutrientes ni con qué raíces sostener más tiempo a la flor… ella la vio crecer y soltarse los pétalos, silbar con el viento, acariciar las nubes… Ella la quería libre pero no sabía cómo,  pues no quería verla caer ni dejarla partir. Por fin se armó de valor y le dijo: “Estas lista, cuando quieras puedes irte y cuando quieras puedes volver”.
Ya estaba todo, solo faltaba el favor del viento para partir… pero no,  faltaba también un adiós,  el del joven arbusto, el pequeño cafeto contiguo a la flor. Era difícil saber cómo hacerlo, ella siempre hablaba mucho, él en cambio decía muy poco. Cuidaba sus frutos y sus hojas y sus tallos de cualquier extraño en el ambiente, era un arbusto sensible pero poco expresivo con la flor. Pero ellos habían pasado muchas tormentas juntos y  se habían visto crecer y habían compartido la misma sombra, el mismo sol… ¿Cómo hacer para decir adiós?
De repente, por un juego travieso del viento, se cortó del árbol la pequeña flor y cayó de picada sobre el arbusto. Fue entonces que la flor se quedó callada, temblaba ante la nueva sensación de estar realmente suelta, a merced del viento, acogida solamente por el cafeto. El viento al verla caer también se detuvo, el silencio era completo. Inesperadamente, sobre el sépalo de la flor cayó una pequeña lluvia como rocío. Entonces ella lo supo,  la lluvia venía del cafeto, se despedía sin detenerla y le regalaba en la lluvia un “siempre”  y un “algo más”.
La flor dejó de temblar,  se sentía tan fuerte y protegida como la flor del cafeto, supo entonces que era libre, que realmente había llegado la hora de volar,  que bajo esa lluvia dejó de ser la pequeña flor para convertirse en una flor más fuerte,  más libre, más amiga del viento… se convirtió en una flor alada para siempre.

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