viernes, 23 de marzo de 2012

El rincón de las mariposas o collage para un amigo

Las mejores cosas de la vida llegan sin anunciarse. Un día, de repente, nos damos cuenta que estamos vivos de a deveras, que no se existe por existir ni solo porque un músculo involuntario se nos contrae sino porque hay una conexión con la vida y nos regala sentido para la existencia. Así, un buen día puede aparecerse ante nosotros un muchacho que fecunda mariposas, que enseña que la noche es un gran colador de estrellas, que nos dice en su mirada que es tan grande e infinito el mundo como lo que puede escribirse en una hoja de papel.

Las mejores cosas de la vida llegan sin anunciarse, se acostumbra uno sin embargo a vivir con ellas. Las acariciamos con el paso del tiempo y son las únicas cosas que no se vuelven viejas.
Las mejores cosas de la vida llegan siempre cuando uno menos las espera.

Collage para los amigos que se fecundan mariposas o quizá peces o quizá estrellas según sea la hora:


... Que complicados somos. Lo único cierto cada día de este nuestro nosotros, es que quiero un buen día de estos acompañarlo a una librería, a esas con libros de segunda mano, con mil tesoros escondidos, inimaginables. Sorprendernos con lecturas nuevas o algunas viejas que compartirle al otro. Caminar y caminar sin rumbo fijo, sin percatarnos de la hora, platicando cualquier cosa que nos permita seguir caminando y riendo. Conocer su último escrito, de su puño y letra, de esa letra suya y puntiaguda que ilumina mi entorno cuando llega. Tomarnos un café en su casa y escuchar la música que quiera enseñarme, conocer un nuevo Silvio u otro Benedetti, recordar a Beethoven y dejar mis manos lejos del café. Acompañarnos un día al mar y llevar únicamente unos sándwiches de atún aunque el agua ni siquiera pueda tocarnos cuando el viento sople. Querido amigo, lo único que importa hoy, es que quisiera de nuevo detener el tiempo en una noche. Tal vez esta vez sea con menos lágrimas pero con el mismo abrazo de aquel entonces. Y por favor, justo antes de volver a poner distancia, vuelva a tocar mi cara con sus manos para quitar la basurita que siempre, no sé cómo le hace, pero siempre me encuentra y si no es mucho pedir, permítame besar sus párpados.


De la vida envidiable de Feliciano Argueta
Mario Payeras

Ya ves que aquella despedida de México,
provisional como todos los plazos del corazón,
no pudo sobrevivir a su propia promesa.
Y hoy que es marzo,
compañero,
y que ya no te encuentras bajo este viejo cielo
donde los pájaros son desmemoriados,
me llena la certeza de que mientras no nos vimos
averiguaste más sobre la semejanza que en los dias de la escuela
llegamos a vislumbrar entre la realidad y las marquetas tempranas
que dejaba en las esquinas el carruaje del hielo.
Así supe que en los años de la guerra
te asediaron a menudo las papalotas de la infancia
que a ti también te desvelaron las estrellas
en las noches de la sierra
(esa desordenada fiesta de bengalas
de difícil sentido),
y que entre tantos paisajes como viste
había dos o tres que para ti llegarían a ser insustituibles.
Supe que después de todo
te sorprendió que el amor fuera eso tan disperso,
que puede a veces consistir en el rito desolado
de recoger para alguien que ni siquiera conocemos
las caracolas de Guanabo
en las interferencias de una marimba lejana
en la noche de Bruselas
o en la muchacha de la blusa azul
que un domingo de Berlín nos reveló con sus modales
los infinito riesgos del olvido.
Hoy sé que así tratabas de explicarme
que el mundo es demasiado grande para nuestra nostalgia.
Y esa desamparada aventura terrestre íbamos a contárnosla
aunque fuera después de aquellos largos almanaques de ausencia,
como tú mismo decías.
Yo te esperé muchas veces en un café de Praga
mientras tú quizás andabas,
en horarios distintos,
por el remoto cielo de Valparaíso,
pensando que en efecto la realidad es translúcida
pero que es atravesable en un solo sentido
porque no tiene caminos de regreso.
Y qué bueno hubiera sido encontrarnos algún día
para entregarnos cuentas de lo andado,
para mirarnos a los ojos
por lo menos
una vez más en la vida
y arrancarnos (quién sabe?)
los flores que entretanto nos hubieran crecido para el otro
en el propio corazón.
Pero tú sabías que no vale la pena
tratar de ser felices a la vieja manera
Por eso es explicable que en tu cartera se encontraran
simples objetos de hombre que no le teme al olvido
(y desde aquella hora
la muerte no es para ni esa patria feroz
que nos aflige tanto con su ternura solitaria).
y que un 14 de abril te olvidaras de las citas y de las fechas humanas
y te marcharas conforme hacia el largo domingo sin barriletes ni pájaros,
la región que en los mapas más antiguos que existen
solía representarse con una ballena triste.



Distancia del amigo
Rosario Castellanos

En una tierra antigua de olivos y cipreses
ha fechado mi amigo su más reciente carta.
Lo imagino escribiendo, sentado en una roca
a la orilla del mar, tirando piedrecitas
sobre el lomo verduzco de las olas.
(Si estuviera en un parque tiraría
migas a los gorriones,
si en un estanque, Ledas a los cisnes.)
Lo imagino volviendo su rostro hacia el crepúsculo,
mordisqueando una brizna mientras piensa
que la vida es tan bella porque es corta.
(No es de los que invocan a la muerte.
Es de los que la hospedan, silenciosos,
en el sitio más hondo de su cuerpo.)
Se levanta después y camina despacio,
con las manos metidas en las bolsas
de un traje viejo y ancho.
Puede hervir a su lado la multitud. Mi amigo
está solo. Entre hombres embriagados
de dicha, entre mujeres ojerosas de duelo
lleva su soledad como una espada
desnuda y eficaz, radiante de amenazas.
Llega a su cuarto. Lo abre. Nadie espera.
Hay un olor oscuro,
pesado, de ventana estrangulada.
Igual que cuatro cirios metálicos relucen
las cuatro extremidades agudas de la cama.
Se ha desplomado en ella y una punta lo hiere.
¡Cómo sangra empapando las sábanas, tiñéndolas,
cómo se queda lívido y exangüe
mientras bajo su frente se incendian las almohadas!

La fecha de esta carta que estrujo es muy remota
—de un tiempo en el que el tiempo no existía—
y la ciudad de que habla se reclina
más allá de los mapas.
Mí amigo, sin embargo, está cercano.
Podría yo tocarlo si pudiera
tocar mi corazón recóndito y sellado.




Sabe compañera...
Elmer Menjívar

Sabe compañera
vencimos algo
no se si algo hecho de tiempo
o de geografía
pero eso ya no amenaza
se ha hecho complice en nuestro crimen
de querernos sin preguntar
al imposible

Sabe compañera
vivo de su sonrisa
y aprendo de la libertad de su lágrima
lo que me hace falta para sentirme hombre

Sabe compañera
aún hay abismos
y mucha lástima en mis espejos
aún la queja de la vida me acosa
y se hace dificil escribir mañanas

Sabe compañera
su mano es fe
y la pregunta cruel
un empujón hacia mi mismo

Compañera
conocí de la paz
cuando su mirada me dijo
que su sonrisa
ya está a salvo de mi sombra.


Poema XV
Pablo Neruda

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

jueves, 8 de marzo de 2012

Autorretrato


Soy una mujer como cualquier otra. Una mujer con ganas de reir y ganas de volar, pero a veces, como a cualquiera, se me olvida cómo y no me queda más que batir las alas para levantar el polvo que me detenga el paso.

Soy una mujer como cualquier otra. Me levanto en las mañanas creyendo que aún habito el mundo de los sueños. Me arreglo en el espejo creyéndome la reina y sin rivales como blancanieves, me salgo a la calle tirándole besos al sol, creyendo en las bondades de su abrazo, aunque por si acaso me pongo bloqueador. Y llego a casa,  a veces cansada, quizá cuando el espejo también se cansó de ver, pero resurjo con la luna, me baño en ella y sueño nuevamente, sueños de mujer.

Soy una mujer como cualquier otra, en un día cualquiera. No me hace más ni menos tener un día especial para recordarme que soy mujer o contar con más palabras femeninas en el diccionario o disponer de asientos especiales para mi. Soy como cualquier otra y lo confieso, amo a los hombres, a los que han dejado huella en el lindero. Los amo, no por lindos, perfectos o por guapos sino porque con su manera de acercarse o alejarse, desde el padre hasta el amigo y por supuesto el amante,  me han enseñado lo que no es ser mujer y entonces amo, amo nuevamente,  amo ser mujer.


Autorretrato
                    Rosario Castellanos

Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
?aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio?. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.

Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.

Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.