jueves, 21 de abril de 2011

Poesía impertinente

"Eterna primavera" de Auguste Rodin


La poesía es acción, es lenguaje, movimiento que viene del cuerpo y lo trasciende más allá de las palabras. Para el escritor, la poesía  forma parte de una necesidad vital, la exteriorización consciente o inconsciente de sus más profundas emociones. La poesía es involuntaria, no se amarra a las normas sociales aunque  pueda servirse de ellas para dar paso a la creación sublime, a la expresión de un mundo que de otra forma no sería tolerable ni entendido por los otros. Pero para el que escribe, no importa lo que entendieron esos otros, la poesía no pretende suavizarles nada, no pretende callar nada sino decir, no pretende ocultar sino morirse en el saberlo todo y el desnudarlo todo. Aún así, la poesía toca el cuerpo, desentraña no solo al que escribe sino al que se asoma a ella y se conecta con ese algo que es doloroso, que es vida y da vida y que también produce  muerte porque solo al que le duele la poesía, sabe lo que es vivir y lo que es desear la muerte para seguir viviendo.
La poesía es un puente, deja ir hacia aquello que no pudo ser y transformarlo, posibilita presentes alternos al modificar futuros. Es promesa inconclusa de un mundo que no es pero que se conoce y que viene de adentro, del dolor más antiguo, del amor más imposible, de la unión  inexperta pero deseante.  La poesía es metáfora de todo lo posible.
La poesía duele, ríe, llora, ama, grita, asfixia, rememora, construye y reconstruye, algunas veces también apacigua, permite no ahogarse en la palabra. El poeta no busca nada en su poesía, se comunica solo con ella y lo hace desde adentro, la ofrece para sí porque es lo único que le queda. La poesía existe y es impertinente, se planta frente a uno  el día que sea, se le recrea al leerla, al sentirla, al revivirla como experiencia nueva. La poesía no pide permiso pues se aparece así, sin más,  en cualquier instante, incluso en un día que debería serle ajeno, en un jueves santo como este, en el que esta poesía, no tendría razón para existir:
Ahora, amiga mía
que una flor de papel preside el aire,
que el aire se deshace en dulces pétalos
de jadeante miel en tus rodillas,
ahora que no hablamos del otoño
ya nunca más
para no tropezar con tu mirada,
ahora que te adentras por la vida,
ligera, según dices,
desposeída al fin de prejuicios,
ideas recibidas, tiempo estéril,
incomprensibles normas y principios,
ay -ahora
que la virginidad navega todavía
como un barco vacío por oscuros telares,
por intactos desvanes y sueños sin sentido,
qué hacer en medio de la tarde,
cómo entregarse sin terror de pronto
y cómo confesar que detrás de tu lecho
odiosa la inocencia,
inservibles los claros pensamientos,
traicionan palabras aprendidas
en revistas de moda, tópicos de vanguardia,
digo, tópicos que tan libre te hacen,
aunque no de ti misma,
aunque no de tu vientre inopinado
donde súbito baja,
feroz y sofocante, el duro golpe
del corazón.

Qué tierna insensatez la de estar solos,
la del estremecimiento vergonzoso
ante la voz del hombre
Y el no estar a la altura de las propias palabras
con esfuerzo aprendidas,
pues ahora
bien sencillo sería el acto del amor
sin aquel eco
soez de sumergidas tradiciones
no expurgadas a tiempo,
ahora que la misma indiferencia
de las frases audaces y ante oídas
del loro varonil tan propicia parece,
si la conversación no fuera ya pretexto,
argumento de un miedo mal oculto
a no saber qué hacer en este trance.

Demasiado tarde vuelves
a recaer en frases y agudezas,
mientras escondes el temblor que sube,
absurdamente provinciano y burdo,
de niña de agua dulce,
desusada y antigua, hasta tus labios,
mientras repites al pic-up la misma
canción francesa que nos gusta tanto,
que nos hace sentir más al corriente,
casi no necios ni burgueses tristes.

Qué fácil fuera ahora desnudarse,
dejar caer el velo simplemente
sin el terror oscuro que te ata
a los núbiles senos,
qué fácil fuera acaso si no fuera
por la flor jadeante de papel amarillo
que preside la tarde,
por el desasosiego súbito que oprime
hasta el dolor tu tímida cintura
por la imposible confesión aciaga
de tu añeja inocencia,
por el urbano gesto
de loro aclimatado a otras regiones
con que el varón disfraza su animal procedencia,
por los pasos de alguien que se acerca,
por el timbre que suena
como un ángel guardián ( te ruboriza
sin poder evitarlo el pensamiento )
y la ocasión disuelve, mientras tú más segura
recuperas ingenio y frases hechas,
piensas que, al fin y al cabo, volverá a repetirse,
prefabricada como es, y entonces
no dudarás en entregarte,
entonces-
es decir, sin que llegue
el deseo a pasión ni la pasión a amor
ni el hálito terrible del amor
al abrasado borde de tu cuerpo.
De José Angel Valente

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