jueves, 8 de marzo de 2012
Autorretrato
Soy una mujer como cualquier otra. Una mujer con ganas de reir y ganas de volar, pero a veces, como a cualquiera, se me olvida cómo y no me queda más que batir las alas para levantar el polvo que me detenga el paso.
Soy una mujer como cualquier otra. Me levanto en las mañanas creyendo que aún habito el mundo de los sueños. Me arreglo en el espejo creyéndome la reina y sin rivales como blancanieves, me salgo a la calle tirándole besos al sol, creyendo en las bondades de su abrazo, aunque por si acaso me pongo bloqueador. Y llego a casa, a veces cansada, quizá cuando el espejo también se cansó de ver, pero resurjo con la luna, me baño en ella y sueño nuevamente, sueños de mujer.
Soy una mujer como cualquier otra, en un día cualquiera. No me hace más ni menos tener un día especial para recordarme que soy mujer o contar con más palabras femeninas en el diccionario o disponer de asientos especiales para mi. Soy como cualquier otra y lo confieso, amo a los hombres, a los que han dejado huella en el lindero. Los amo, no por lindos, perfectos o por guapos sino porque con su manera de acercarse o alejarse, desde el padre hasta el amigo y por supuesto el amante, me han enseñado lo que no es ser mujer y entonces amo, amo nuevamente, amo ser mujer.
Autorretrato
Rosario Castellanos
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
?aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio?. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
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